CARTA #125

 

Me estaba muriendo, y a nadie parecía importarle, en mi rincón silencioso, con mi sombra por amparo.

Incluso yo había dejado de luchar, de buscarle sentido a los días, a este andar tan raro.

Mis ojos, dos espejos opacos, reflejaban una vida sin color, sin risas, sin mañanas.

Pero entonces llegaste tú, con tu luz desbordada, y en mi mundo gris, pintaste auroras doradas.

No sé cómo lo hiciste, con tu simple presencia, cómo lograste derretir mi helada esencia. Me mostraste el cielo en un charco, la ciencia de reír bajo la lluvia, la inocencia.

Contigo descubrí que la vida tiene ritmo, que incluso el silencio más profundo tiene un himno.

Aprendí a amar los atardeceres, el símbolo de un día que se va, pero promete un nuevo principio.

Incluso me enseñaste a amar, a sentir latir mi corazón, en un mundo olvidado, encontré una razón.

No fue solo amarte, sino aprender la lección, de ver la luz, incluso en la más oscura prisión.

Me enseñaste a valorar cada respiración, a encontrar belleza en la más simple canción. Y aunque el mundo no veía, tú diste atención, a un alma que se desvanecía, sin más aspiración.

Pero como todas las cosas, tuviste que partir, dejándome en el eco de tu recuerdo, intentando sobrevivir.

Aunque ya no estás aquí, tu esencia se niega a ir, en cada pequeña alegría, siento tu sonreír.

Gracias

Por enseñarme a vivir.


RECUERDA: La señal de que no amamos a alguien es que no le damos todo lo mejor que hay en nosotros.


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